Doña Humilde


 de Aída Santelices Kostopulos

                                                     “...a ti clamamos los desterrados hijos de Eva”


Hacía de todo Doña Humilde. Y lo mejor, todo lo hacía bien; la comida, el pan, el
lavado, las compras, la limpieza y aquello relacionado con la fe. También cuidaba
sus gatos. Desde que prescindiera del amor, su cama estaba decorada de
fogositos felinos, ideales para las desérticas noches calameñas. Sin embargo,
su oficio era rezar y llorar. Ganaba su pan llorando en velatorios y orando, por
horas, en casas ajenas.


Humilde Encarnación de la Purísima Callejas Gallo, mujer que vivió por la
década del cuarenta en Calama, ¡fue la mejor!: “nadie lloraba tan armoniosamente
como ella, con más ahínco y sentimiento que los propios parientes del
finao. ¡Tentadora!, a los pocos minutos ya tenía a todos los velantes llorando
como contratados. Su pose, su vestido negro y largo que dejaba ver sólo la punta
de sus zapatones, realzaba su perfil; sentada, codos apoyados en las rodillas y
manos tapando el rostro de donde escapaban dulces gemidos y sollozos cada
ciertos minutos. Mostrando también cada cierto tiempo, cuando levantaba lentamente
manos y torso como clamando al cielo, el rostro cándido escurrido en
lágrimas. Sublime imagen virginal frente a la cual nadie quedaba impávido.
Además, sabía manejar muy sincronizadamente la función del sufrimiento con
el parpadeo inconfundible de sus ojos luminosos como el cielo.

Humilde Encarnación, desde niña fue estigmatizada por su modestia y sencillez.
Sus compañeros de colegio católico hacían bromas con su nombre y confrontaban
su furia y dulzura, en forma paralela a las fuerzas del mal soplando contra el
bien. Drama eterno del hombre condenado a luchar contra el demonio y su
ejército oscuro, en contrapartida de Dios y sus arcángeles. Eran justamente
estos vientos los que tironeaban y tentaban al pobre cristiano desde que nacía y
por ello, Humilde, había entendido la necesidad de acercarse al Todopoderoso
mediante la única forma posible mientras estamos atrapados en la carne: la
oración con fe, con mucha fe. –decía. Y era justamente fe y esperanza lo que se
necesitaba en este agresivo clima desértico para sobrevivir.

Cuando niña, en la casa familiar, acompañaba a su abuela de quien había here
dado el oficio (tan altamente superado). Largas tardes orando debajo de un
pimiento enclavado en medio del patio, dando sombra y fragancia a ellas y a las
palomas que rondaban por todos lados. El viento le hablaba conectándola a la
naturaleza; traía un poco de desierto, aroma de vegas y alfalfa que formaban
junto al pimiento, un inolvidable bálsamo de paz. Y paz era lo que irradiaba doña
Humilde, cuando aseveraba que: “el sosiego se logra sólo ¡cuando no se espera
nada!. Aquí sólo hay contento... momentos felices”. Y era tal su convencimiento
y furia en lo expresado que uno terminaba pensando, sino igual, parecido.

En las casas del vecindario querían y esperaban a la mujer de los rezos. Se
había dispuesto, generalmente en el dormitorio principal, de un rincón que iba
adquiriendo atmósfera sagrada. Aroma a cielo e incienso donde la luz de los
cirios abrillantaba el ángulo de gruesos adobes habitado por santos de yeso,
iconos y sagrarios figurando lo divino. También existía un banquito o silla, donde
ella se sentaba horas sin mover ningún músculo del cuerpo, sólo sus labios que
dejaban adivinar pedido tras pedido y sus dedos dejando pasar las cuentas del
rosario con la misma fuerza que recitaba de memoria mandamientos y
bienaventuranzas.

A los niños de la casa, una vez que terminaba su labor, Humilde contaba historias
bíblicas y leyendas de vírgenes heroínas y aunque, algunos decían que le
ponía de su cosecha, nadie podía negar que agradaba su compañía. Muchos,
además, le atribuyeron alguna potestad sobrenatural. Quizá su poder para percibir
detalles en las casas donde ejercía su oficio; o en las señales sobrenaturales
que rondan al individuo, llevaron a la mujer a predecir, en variadas ocasiones,
acontecimientos en el pueblo y también a interpretar sueños premonitores, tanto
así que había sido uno de sus propios sueños el que la llevó a poner fin al único
romance de su vida y a no aventurarse con el amado. Vinito y cigarritos Nevada
eran su pecado en medio de temporales de viento que obligaban a encerrarse en
las casas e inventar tertulias para amenizar el claustro. Era entonces que ella
volvía a relatar sus historias que, inventadas o ciertas, a todos parecían muy
entretenidas. Siendo la más requerida: “La Virgen del Viento”.

La “Virgen del Viento”, llegó un día en que insólitos remolinos invadieron el pueblo.
Parecían llevarse todo, las casas destechadas comenzaban a perder sus
enseres y se temía que los moradores salieran volando para nunca volver. “Fue
ahí… cuando la virgen levantó sus brazos y un viento mucho más fuerte, pero
inexplicablemente inofensivo –aquí Doña Humilde levantaba los brazos y repetía:
¡Un viento de Fe… un viento de Fe!- expulsó a los malignos remolinos y
todo volvió a la paz original”.

Este, uno de sus relatos preferidos fue como un presagio para su final. Los años
habían pasado como todo en la vida y Humilde acarreaba ya con dificultad su
cuerpo cansado. Sus visitas se hacían menos frecuentes y menos efectivas. Al
punto, que los habitantes prescindieron de sus servicios. Pocos eran los que
quedaban de su generación. Un día en que, justamente, comenzaban a soplar
vientos fuertes, ella invitó a sus más cercanos a almorzar. Eran siete en total,
dos parejas, una solterona y dos viudas. Los recibió bien vestida y peinada,
había dispuesto la mesa con sus mejores utensilios y se había preocupado esmeradamente
del menú. Al terminar el postre ofreció más vino. Fue entonces que,
en tono festivo, pronunció un brindis que más bien parecía una despedida, luego
se asomó a una de las ventanas, como si esperase algo. Esta operación la
repitió varias veces. Pronunció otras palabras cariñosas y se encaminó a la
puerta. Fue ahí, cuando el viento pareció rugir con más fuerzas y ella, levantando
sus brazos, gritó: “Estoy lista”, y el remolino la agarró como de raíz llevándola
envuelta con todo su poderío.

Sus invitados contarían que sus dedos se movían en señal de despedida y que
sonreía como un ángel.
                                                    
                                                      FIN