Al Filo de la Esperanza

De Ima Sumac Calcina

A los seis años decidió ser afilador de cuchillos. Aquella vez su madre – que
estaba lavando la loza - se enjugó rápidamente las manos y salió corriendo –
como llamada por la flauta de Hamelin – con el cuchillo cocinero en ristre. Andrés
salió, presto, detrás de su mamá y llamaron a gritos al hombre que iba en una
bicicleta y tocaba un misterioso pito por las calles. El hombre deshizo el camino
y se paró frente a la puerta y dijo gentilmente ¿Qué se le ofrece caserita?, a lo
que la mujer contestó: ¡Este cuchillo, casero, no corta ni el agua, quiero que lo
deje bien filoso! El caballero bajó del sillín de la bicicleta, levantó la parte de la
rueda trasera y un soporte quedó afianzado en el suelo. El niño se acercó, curioso,
a observar aquel extraño aparato. Tenía una pequeña plataforma donde de-bía
ir un asiento para un acompañante, una correa que pasaba alrededor de la
rueda que estaba conectada a un pedal que al pisarlo acompasadamente y a
través de una polea, hacía girar dos piedras de esmeril, colocadas una frente a la
otra. Aquel hombre entonces colocó el cuchillo sobre una de ellas y una especie
de chirrido agudo surgió de aquel contacto. A Andrés no le molestaba el ruido de
la operación sino que se acercó a mirar más de cerca cómo lo hacía, el afilador
luego de un rato, dejó de hacer rechinar la pieza en la primera piedra y comenzó
a frotarla contra la piedra vecina, cada cierto tiempo limpiaba el cuchillo con
pequeño paño y lo probaba, o por lo menos el pequeño pensaba, que comprobaba
el filo en la palma de la mano. Cuando lo hizo por primera vez, el niño dio un
salto hacia atrás pensando que el hombre se haría un corte y que la sangre le
salpicaría el rostro. No fue así, pues, al cabo de un largo rato le devolvió a la
mujer el cuchillo con un ostensible brillo en la hoja y miró a su madre también
con un extraño brillo en los ojos.

Tiempo más tarde, cuando lloraba escondido en un rincón del patio, recordaría
que durante todo el proceso ese hombre conversó mucho con su madre y también
concluyó que le había parecido demasiado el tiempo que se había tomado
para afilar una sola hoja. Entonces cuando aquel hombre se instaló en la casa de
su madre, entendió que aquella larga conversación y esas risas cómplices la
habían seducido y que, a partir de allí, una espada afilada cortó el nexo con su
querida progenitora.

Cuando su padrastro bebía, golpeaba a su madre y también a él cuando intentaba
defenderla. Le gritaba: ¡Sale de acá huacho sucio! me venís a faltar el respeto
cuando soy yo el que te da un plato de comida sino estarían con ésta – refiriéndo-
se a su mujer que lloraba asustada en un rincón oscuro de la pieza - muertos de
hambre.

Andrés, con sus siete años, odiaba como si tuviera cincuenta años de dolor y
frustración y cuando aquel odiado ser finalmente se dormía, él iba al patio a afilar
todos los cuchillos de la casa. Lo hacía rugiendo de rabia e impotencia. Primero
desbastaba la hoja en la piedra de esmeril grano 47, luego pasaba a la piedra
grano 60 que era para pulir, usaba el paño húmedo con jabón para enfriar el
metal que se calentaba con la fricción. Pedaleaba con fuerza y gastaba las hojas
hasta dejarlas finas como estilete mientras pensaba: ¡Con uno de estos cuchillos
te podría matar malnacido!, ¡Con uno de estos podría arrancarte las tripas, el
corazón y los ojos para que nunca más golpees a mi madre ni veas su bello rostro
empapado en llanto!

Un buen día su padrastro salió de parranda y no regresó más. Las primeras
semanas aguardaron, asustados, que llegara borracho y los golpeara como siempre,
pero pasó el tiempo y nunca más volvió ni supieron más de él. En realidad,
cuando asumieron que había partido para siempre hacia quién sabe dónde, se
sintieron aliviados y casi felices de pasar hambre y precariedades. Andrés que no
había podido ir al colegio y con catorce años cumplidos optó entonces por ejercer
el oficio - que tan bien había aprendido a fuerza de odiar –en vez de asistir a la
escuela con pequeños que tenían sólo seis años. Se hizo cargo de su madre y del
recuperado hogar y salía a trabajar de Lunes a Domingo desde las diez de mañana
hasta la seis de la tarde, recorriendo, diariamente, de treinta a cuarenta kilómetros.

Ahora que el cielo, de un momento a otro, se encapotó y largó su aguacero, los
recuerdos empezaron a lloverle sobre el alma y le inunda la tristeza al pensar en
su hijo Andrecito, quien le pidió encarecidamente le comprara aquel libro de Termodinámica
que necesitaba para poder entender las materias de esa complicada
ingeniería. Él sabía que aquella adquisición era muy importante para que su hijo
se afianzara en la carrera en la universidad, esa institución que él, analfabeto,
nombraba casi con unción.

María, su esposa, no pudo concebir más hijos por un severo problema renal, pero
un hijo era un gran regalo de Dios y no entendía que hubiera tantos hombres
sembrando niños por la vida sin preocuparse de ellos.

Recordaba las reuniones de apoderados en la escuela básica donde concurría su
hijo, donde escuchaba a los orientadores hablar sobre el maltrato infantil, "que
hijos de padres castigadores serán padres castigadores" y él pensaba – para sus
adentros, pues no se atrevía a hablar en público - que hay seres en la vida que
pueden arrancarle a uno de las garras de la violencia y esos seres fueron su
madre, su mujer y su bien ganado fruto de amor: Andrés hijo.

Ahora esta lluvia le impedía ganar el dinero para satisfacer la necesidad de su
niño, como él o llamaba, pues, las dueñas de casa no salían a requerir sus servicios.

Giró en redondo en su vieja bicicleta y comenzó el retorno a casa, la lluvia golpeaba
su rostro moreno por la constate exposición al sol y a los elementos. Sentía
la cara mojada y entre tanto goterón los sollozos surgían calientes mientras
sentía el corazón oprimido por tanta nube negra. ¡Mierda – decía – esta jodida
lluvia no me dejará trabajar hoy y no podré a fin de mes comprar el libro para mi
hijo!

Mientras pedaleaba con furia – así como antaño movía la polea para afilar los
cuchillos pensando en matar – sentía que sus ojos también tenían una lluvia
desatada.

Hipaba estruendosamente y rugía: ¡Carajo! ¡Malhaya mi suerte que no me permite
trabajar! ¡Detente lluvia que no dejas ver el camino!, pero hacía mucho rato
que ya había escampado.

Siguió pedaleando y hablando para sí mismo, pero esta vez sólo dijo: ¡No importa,
mañana saldrá el sol! y una vez más, en su larga existencia, se sintió fortale-cido.
                                                   
                                                     FIN