De Espejo y Peine


De Ima Sumac Calcina

Después de la aplicación de toallas calientes y casi sin darse cuenta, se vio
envuelto en capas, resonaban ruidos metálicos y un chasquido como larga caricia
de lija sobre madera ¡Chas! ¡Chas! ¡Chas!. Había sido un día de trabajo más
espantoso que los habituales. El hombrecito – así llamaban al jefe, no por su
tamaño sino por su escaso criterio. “Apitutao el hijo e puta” y más encima con
fama de marica. Evaluando en su interior el juicio nacido de la rabia, pensó:
Bueno, no tengo nada contra los gay, pero el error de éste, es saber nada e
imponer su criterio sobre aquellos que técnica y efectivamente están preparados
para hacer frente a las instancias que la empresa requiere.

No hizo horas extraordinarias esta vez. Sólo quería alejarse de ese ambiente
donde todos andaban ofuscados y taciturnos. Anhelaba un relajo que le quitara el
mal sabor de boca que últimamente se le había hecho crónico. En algún momento
pensó que estaba con úlcera y de solo pensar en una endoscopía, le venía una
náusea que a fuerza de ejercicios respiratorios lograba dominar.

Agobiado por tanta mariconería, no quiso entrar a arreglarse la barba y el bigote
en esos locales de estilistas delicados, que más que hacerle un buen corte, se
dedicaban a sobajearlo con tanta fruición, que volvía a sentir náuseas, Entonces
decidió entrar en aquella barbería con aspecto de museo y con peluqueros machotes,
de corte sobrio y todos bigotones.

Siempre usó el pelo corto, nada de melenas, trenzas ni colores, eso estaba bien
para las mujeres ¡No para los hombres como él! Su única debilidad era la barba
y el bigote. Pensó: “Es que la afeitada diaria, aparte de tomar tiempo, es una
tortura. Primero tienes que tener agua caliente y enjabonarte para que la piel y
los pelos se hidraten y el ritual sea menos agresivo, pero el agua de colonia, que
es el broche de oro, hace gruñir como gorila. Eso si tienes la cara lisa, porque si
estás plagado de espinillas, te las rebanas y cuando te miras al espejo, este
parece gritarte: ¡Hombre! ¿A qué matarife fuiste?. En fin, es más cómoda la
barba y el bigote”.

Esta era su primera incursión en esta atemporal barbería, “a la antigua” sería la
operación. Obviamente los dueños atendían el lugar y conocían a todos sus parroquianos,
por lo que no le asombró el comentario del “Mostacho gigante”: Bue-
no joven, usted es nuevo por aquí, a lo que el respondió: Soy del sector, pero sí,
en este sillón soy nuevo y quiero conocer algo de las técnicas antiguas. Porque
usted es de esos barberos orgullosos de la tradición según veo. Sí – respondió la
voz que emergía debajo de las frondas del bigote – comencé en 1941, cuando
tenía quince años. Mi padre fue inmigrante chino que llegó al Perú por la demanda
de mano de obra barata. El trabajó, en sus comienzos, en una hacienda y
como era pobre, nos trasquilaba cada vez que nuestras greñas lo necesitaban –
éramos siete hermanos - así empezó en el oficio, experimentando con nosotros.
Nunca olvidaremos aquella vez que mi hermano menor, ¡Inquieto el diablo!, se
removía tanto en el asiento que mi padre – nunca supe si fue a propósito o
accidental – le hizo un pelón tan rotundo que, a veinte metros, se veía el círculo
blanco en la mata de pelo negro. Mi hermano lloraba y se negaba ir a la escuela,
pero mi viejo no permitía licencias y en esos tiempos, la palabra de los progenitores
era ley. No como ahora, los críos son atrevidos con sus padres y hacen su
voluntad sin entender que los límites razonables son necesarios para el buen
vivir. En fin, que las alternativas que le ofreció mi viejo fue: ¡Te rapo o te pintas
el pelón, pero a la escuela no faltas!. Demás está decir que Wang eligió la pintura,
pero igual fue el hazmerreír del colegio hasta que le creció el pelo.

Yo, fascinado por la navaja – me hacía pensar en el filo de las espadas chinas,
de donde mi padre era oriundo – lo observaba en las tardes de trasquilado, así
aprendí lo básico y cuando el viejo ya no veía por las cataratas, asumí el rol de
peluquero en la casa. Con esos rudimentos comencé a ayudar en la barbería del
lugar, hasta que pude ahorrar, porque en aquel tiempo se ganaba plata con este
trabajo, me instalé con negocio propio. Este oficio me permitió educar a mis dos
hijos y mantener la familia, incluso ahora que hay peluquerías sofisticadas que
más que arreglar el pelo, lo echan a perder ¡Imagínese con el pelo verde, rapado
a los costados y un mechón erizado como puerco espín!

Mientras hablaba, le pasaba el hisopo por la cara y el cuello. Concluía, nuestro
sujeto, que era agradable la sensación suave y fresca del jabón y la brocha – de
cola de tejón, aclaró el Mostachos con un dejo de orgullo en la voz – mientras
escuchaba su monólogo como si estuviera lejos. Se sentía relajado y somnoliento.
Casi feliz, se acomodó mejor en el sillón.

En esa vitrina tengo guardada mis reliquias – continuó el fígaro - una navaja
alemana Solingen con cacha de mármol, de esas que ya no se fabrican, hojas
con su funda de cuero original, una bacía metálica, los rociadores y el afinador
cuero badana con mango de madera de boj. Muchos anticuarios me han ofrecido
un dineral por ellos, pero lamentablemente, no están a la venta, Esos implementos
son parte de mi historia. ¡No señor! ¡No están a la venta!, dijo enérgico.

Parecía que la voz cada vez se alejaba más y más o eran los ventiladores que en
el techo giraban lentos y se llevaban las palabras del chino. De, rato en rato, veía
unos gigantescos mostachos que se movían como alas de pájaro negro intentando
remontar vuelo.

En el país de mi padre – decía la voz - el barbero cirujano era importante, porque
en la época de la China imperial, los eunucos eran servidores directos del emperador,
por lo tanto, eran muy bien pagados y tenían poder. Por eso las familias
pobres elegían a uno de los hijos para castrarlo y poder salir de la indigencia,
para ello acudían a este profesional, quien envolvía, fuertemente en un paño, el
pene y los testículos del desdichado y le preguntaban si realmente estaba decidido
a hacer aquello. Si la respuesta era positiva, le cortaban todo de un solo y
limpio tajo. Le estancaban la sangre y colocaban en la uretra un cono de aluminio.
Pasados los días, si el individuo volvía a orinar y se curaba, podía soñar con
un puesto en el palacio. En caso contrario, moría en medio de atroces dolores.

A través de la nebulosa, el cliente escuchaba la cháchara mientras sentía que
sus genitales eran objeto de una cruel agresión. El dolor aumentaba en intensidad,
tanto, ¡demasiado! que dio un grito aterrador mientras abría desorbitadamente
los ojos. Miró a su alrededor. No sabía donde estaba. Dirigió la vista hacia sus
atormentados aditamentos viriles y se dio cuenta que, con ambas manos, se los
estaba, prácticamente, autotriturando. Volvió a dar una segunda mirada – mientras
relajaba las manos – escuchó al Mostacho, que lo observaba entre sonriente
y burlesco, decirle: ¡Eh compadre! Tranquilo si no quiere que le vuele el gaznate.
¡Vaya el corte que se hizo con el salto!, pero, en fin, no se preocupe que para
estos casos tenemos algo mejor que cualquier parchecito moderno. Dicho esto,
sacó una piedra blanca asegurada con una pita, la mojó y se la aplicó directamente
sobre la cortadura y el resto del rostro. Esto es piedra de alumbre – aclaró
el barbero – estanca el sangrado y cierra los poros mejor que el agua fría. La piel
le quedará como dicen ustedes: “Como potito de guagua” y sonrió una vez más.

Bigotes Ostentosos, apacible como todo oriental, terminó la operación y dijo:
Listo compadre, ¡Véase al espejo! Y si no le gusta lo que ve, le cobro cero pesos.

Obediente, miró al espejo y no se reconoció. La barba y bigotes a lo Gustavo
Adolfo Bécquer habían quedado de maravilla. Agradecido, pagó y se encaminó a
casa mientras pensaba: ¡Puta que me duelen los cocos, pero qué bien me quedó
la barba! A lo mejor ahora le gusto el marica de mi jefe y me deja hacer la pega
tranquilo.

Con esos pensamientos optimistas, José González Muñoz se perdió calle abajo.
                                                   
                                                   FIN