Castillos en el Agua

de Aída Santelices Kostópulos     
                                                                                   
                                                                     Dedicado a Don Carlos Castillo y familia.


Como castillos en el agua se pasean los botes por la tranquilidad del Pacifico,
frente a las costas de Tocopilla. Trayendo el sustento de los hombres de mar:
sabrosos peces que reinarán, para el almuerzo o la cena, en las mesas nortinas.

Las manos de Don Carlos guardan la arquitectura de quién sabe cuántas
embarcaciones ha tenido que diseñar, armar y reparar en sus ochenta y ocho años de
vida. En cada tabla, cada martillar ha ido imprimiendo ese cariño que los hombres
esforzados ponen en sus ocupaciones. Y aunque la brisa marina pareciera
llevarse el sudor y las penas de tanto trabajo, quedan las obras en diferentes
colores y tamaños. Ahí, ¡ahí en el mar están los botes! Basta asomarse al portón
del taller y mirar al horizonte para verlos; relajados, como pequeños barquitos de
papel meciéndose lejanos en el oleaje de nunca acabar.

                                                       II

Ha sido un día agotador, por fin el maestro carpintero de ribera se va a descansar.
Terminó uno de los grandes, una embarcación que llevará 1.500 kilos de
peso, entre carga y pescadores. Quedó satisfecho, tanto como sus ayudantes
(hijo y hermano), y más aún el cliente que se fue detrás del carrito tirando el bote
cerro abajo. Ahora está soñando, ¡todo se ha puesto muy raro!. Son los botecitos
que ha construido, quieren subir a saludarlo, le hacen señas moviéndose de la
forma que sólo él entiende. Quieren subir. Pero es imposible que salgan del
océano, piensa él. Entonces ocurre lo increíble: el mar comienza a salirse por las
calles, son como ríos que suben y los botes, de todas medidas y colores, vienen
en fila, quieren llevarlo a dar un paseo mar adentro –porque no se ha dado un
tiempo, porque se le han ido los años trabajando y sólo lleva el mar en sus ojos-.
¡Son demasiados! -piensa el artesano y se siente muy orgulloso. No puede
creer que él ha confeccionado tantos, entonces mira sus manos desarrolladas,
fuertes y curtidas por la dura faena, las compara a las resistentes maderas que
ha trabajado: Coigüe, Roble, Mañío y las huele, de todas ha quedado un soplo, el
sutil aroma de los bosque del sur que se escapaba al cortar. Luego caen unas
lágrimas de emoción pero sonríe, ¡son tantos!. Y retrocede en el tiempo, recuerda
a su padre que le enseñó a dar la forma correcta, preparando la madera,
cortando, cepillando y metiendo los palos y tablas en los tubos que calentaban
haciendo fuego con los mismo recortes de los palos y tablas. Luego venía todo
un trabajo de artista: dar la forma a la madera caliente, rápido y bien, antes de
que se enfriara.

Sigue mirando la procesión que sube hasta su calle, se da cuenta que faltan
algunos y los extraña. A veces la vida, en su mezcla rara de penas y glorias, deja
a un hombre atrapado entre las aguas, sumergido entre los arrecifes o anclado
en el fondo donde duermen las epopeyas de nuestros héroes y no todos vuelven
al atardecer con su valiosa carga. O, sencillamente, los vientos lo trasladan por
otros rumbos. Y todos se preguntan ¿Por qué?, ¿Dónde?, ¿Cuándo?. No hay
explicación racional para entender la marea del destino. Es un bote menos frente
a la costa, es un pescador que se ha ido, es un nombre para recordar.

                                                      III

Don Carlos se ha levantado al alba, está prendiendo el fuego para calentar los
tubos donde ablandará palos y tablones para moldear las embarcaciones. Mira
con ternura a su hijo René y a su hermano que, fieles al oficio heredado de la
familia, comienzan a poner los clavos de cobre que unirán las piezas y a dar las
primeras pasadas de antifolio y picoco (pinturas resistentes al agua) a la parte
inferior del bote –esa que debe quedar muy bien impermeabilizada pues permanece
siempre bajo el borde marino. Escucha a la muchacha que ha venido a
hablarle. Ella quiere saber si el navío de su esposo, ese que se llevó ayer, ha
quedado resistente –dice que tiene miedo, que está recién casada y espera un
niño-. Don Carlos le contesta que no es cosa de que la nave resista o no los
fuertes caprichos del mar, es una cuestión de historia, de leyendas… de vida y
finitud. Y le cuenta que la mayoría de los botes vuelve, pero que también se han
perdido algunas de sus obras, que con los años ha comprendido que las barcas
se adentran en el océano para sacar las riquezas que el mar nos entrega y que a
su vez, el mar, cada cierto tiempo, cobra una victima. Y mientras va poniendo
pabilos (cordón de algodón) entre tablón y tablón, y ensamblado para dejar impermeable
la superficie, le sigue diciendo que, de todas formas, igual ha visto
muchos casos en que el embarcado regresa con el buen tiempo. Que ciertas
corrientes lo arrastran por otros rumbos pero que, si no es su hora -su destino- el
hombre recupera su ruta. Que no se puede hacer nada solo tener fe y esperar
siempre lo mejor. Que está seguro que el "Mariachi", nombre que él mismo pintó
en la proa del bote, volverá con el alba (ni él mismo sabe porque lo dice… pero
así lo siente).

A muchos les cuesta entender que, un hombre que no se ha hecho a la mar,
pueda saber tanto de naves, corrientes y mareas; como un pescador o un mari-
no. "Es que son mis botes…" -dice él- "Son mis creaciones que de noche me
visitan para contarme sus viajes y todos los secretos de ese mar inmenso que ha
sido mi vida". Y aunque nadie lo crea, por las mañanas, las calles de Tocopilla
aparecen mojadas y algunas algas enredadas en postes y antejardines.

                                                     FIN