Azulillo de Amor

De Ima Sumac Calcina

Por aquel entonces comíamos pan duro, royendo, como felices ratoncillos, el
alimento del día. Esperábamos con ansias algún día de fiesta que venía en forma
de una décima parte de una manzana u otra fruta mientras jugábamos al almacén,
soñando tener todo aquello que casi no conocíamos o sólo habíamos visto
de lejos.


Mi madre siempre se levantaba de madrugada, en verano o invierno, siempre
dispuesta a luchar por la supervivencia. Vivíamos a duras penas, pues mi padre,
un obrero desafortunado y soñador, nos sostenía con trabajos siempre esporádicos
– "pololitos" le decía – y mal pagados. En temporadas de hambre, mi madre
acudía a la radio a ofrecer sus servicios de lavandera. Como era de esperar,
también otras personas iban en demanda de trabajo. La diferencia entre ellas y
mi madre era que las demás, antes de aceptar el trabajo, preguntaban si los
requirentes tenían lavadora – tiempo en que ese artefacto no era un bien masivo
– y cuando esta máquina no estaba presente en las casas, rechazaban de plano
el trabajo.


Sólo mi madre los aceptaba.

Siempre llegaba a esas lindas y vistosas casas con su figura pequeñita y diligente,
pero con esa fortaleza que sólo los seres superiores poseen. Solicitaba los
implementos para su labor: jabón "Gringo", detergente, "Perlina" de preferencia y
Azulillo (pequeño saquito de género con una suerte de polvillo azul).



Como buena lavandera, jamás se le deterioraron o tiñeron las ropas, pues, siempre
usaba la técnica de intervenir por separado, la ropa blanca de las prendas de
color.

Su ritual era – como ella le llamaba – "deslavar" y que consistía en enjabonar las
ropas y dejarlas reposar un buen rato, luego las restregaba y/o escobillaba para
proceder a enjuagarlas, pero esa lavaza usada en la ropa blanca era reciclada y
utilizada para desmugrar la ropa de color. Una vez enjuagada de la primera lavaza,
la ropa blanca pasaba al detergente, donde nuevamente era restregada para,
finalmente, recorrer el camino de tres enjuagues donde al último de ellos se le
incorporaba el azulillo, tan codiciado por nosotros – cuando lavaba en casa –
para deshacer su contenido en el agua.


La metamorfosis sufrida por la ropa era impresionante, pues, manchas de aceite,
grasa y todo tipo de máculas eran minuciosamente erradicadas de las telas mientras
que los manteles de cocina tan propensos a engrasarse, eran enjabonados y
tendidos al sol hasta que se secaban tiesos como tablas para luego seguir el trato
habitual de lavado y frente a manchas demasiado rebeldes siempre quedaba el
último recurso de hervirlas y ¡Santo remedio!

Una vez concluido el proceso, los cordeles esplendían con aquellas sábanas,
camiseras y ropa interior tan blanca que, al reflejar los rayos del sol nortino,
encandilaban los ojos y dolían… dolían.

Los patrones siempre quedaban más que satisfechos con sus servicios, de tal
suerte que mi madre ya no acudió más a la radio en busca de trabajo, porque
para cada día de la semana tenía una casera definida.

Cuando digo: "para cada día de la semana", era literalmente eso, de Lunes a
Domingo, de la mañana a casi entrada la noche desde que desapareció papá. No
la veíamos casi nunca y muchas veces sentí – no sé si mis hermanos - rabia por
no tenerla presente todo lo que hubiese querido en mi niñez, pero pasado el
tiempo, me di cuenta lo injustos que podemos ser debido a la ignorancia.

Hoy sé que esa entrega y esfuerzo – para ninguna madre es fácil estar lejos de
sus hijos pequeños – era su mejor manera de manifestar cuánto nos amaba.
Entendí que era su denodada lucha por hacernos personas de bien y como decía
ella: "Yo trabajo para que estudien y sean otros, no como uno"

A veces pienso que a pesar del dicho "Todo oficio es digno", no siempre es digno
el trato que se le da a estos trabajadores y que por el hecho de no poseer gran
instrucción y tener limitadas opciones, se abusa de ellos. Creo que eso molestaba
a mi madre y yo siempre coincidí con ella en ese punto.

Ahora que he pasado grandes vicisitudes y he sentido continuas ganas de rendirme,
me aferro a mi madre, a su gran fortaleza y, a veces, cuando me siento como
un mantel de cocina a muy mal traer, casi un desecho, me abandono en las
manos frágiles pero fuertes de mamá, ¡Ella es experta en extraer todas las manchas
de la vida!, sé que ella nuevamente me dará brillo con sus lavazas perennes,
pues nunca, ser alguno o circunstancia, vencerán a esta mujer cuyos elementos
son el fuego en el corazón y el agua en sus manos de vertiente.

Estoy recordando y me siento adormecida, no sé si estoy soñando con aquellos
viejos momentos, pero no puedo mover el cuerpo, solo los ojos permanecen
entreabiertos, como esperando ver llegar el rostro que me diga: ¡Eh! ¡Despierta
estás con pesadilla otra vez!. Me veo jugar en columpios de alambre, con los
dedos cortados por su escasa resistencia, me veo corriendo por la murallas
como gata intrépida, jugando con dinero de papel, me siento llorar bajo las sábanas
por el súbito y brutal abandono…desde entonces la suciedad de la ropa
ajena me dio de comer, pero me arrebató los momentos felices con mi madre.

Los frascos ordenados al borde de la bañera parecen moverse como gusanos
gordos y translúcidos, parece que el tiempo volvió atrás, pues vislumbro mi silueta
de niña flaca y silenciosa acurrucada en antiguos rincones…Quiero dormir, el
agua tibia me inunda nariz y boca, empiezo a tragar, no duele, estoy adormecida.
Mis ojos se niegan a cerrarse ¿Qué esperan? Yo no espero nada, pero siguen
abiertos… estoy tosiendo, pero no soy yo, es mi cuerpo que no quiere dormir en
completa rebelión a mi deseo.

El agua sigue tibia, así debe ser el útero de las madres, así debió ser el útero de
mi pequeña y gran madre… ahora pienso en ella, en su infatigable lucha, en su
paso incansable, en sus manos envejecidas prematuramente pero siempre dadivosas
de pan…. ¡Mamaaaaá! Grito, pero ella no está aquí, no me escucha.
¡Mamaaaaá! Vuelvo a gritar y las burbujas de aire suben rabiosas a la superficie,
entonces el agua comienza a ponerse turbia, violenta, aplasta el pecho como la
montaña que sostenía el llanto, pero a pesar del barro distingo los cuerpos que
trazan un mal dibujo en las aguas del Mapocho, miro buscando en las pupilas de
los viajantes algún recuerdo común. En la orilla, la gente observa furtivamente,
luego dan la vuelta y caminan perseguidos por el olor nauseabundo del miedo,
persignándose como para alejar el mal.

Estoy expectante, oliendo y oteando con mirada empecinada y brazos prestos
mientras los cuerpos susurran en la oreja sorda del río y dejan mensajes en el
agua que nadie leerá. Sigo esperando. De pronto, aquella camisa escocesa parece
llamarme, avanzo dificultosamente para ver el rostro que lleva esa bandera.
Sí, es él. El cuerpo antaño, delgado pero recio, es ahora brea sollozante, alargo
las manos en frenesí, lo tomo tratando de arrebatarlo a la corriente, hundo mis
manos en la carne amada que se deshace como gelatina negra. Le llamo,
¡Papaaá!, pero se me escapa en hilos largos y blandos. "¿Así quedaría el agua,
grasienta y macerada, cuando a fuerza de tanta mugre y detergente las manos
laboriosas de mi madre lavandera luchaban contra las máculas?" pienso "¡Pobre
madre mía! se diría que diariamente desarmabas cadáveres en tanta batea".
Lloro en medio de tanta agua, pero nadie sabe que mis lágrimas sólo engrosan el
caudal de este cementerio movedizo donde nada queda de la utopía de un mañana
justo. Ahora, dentro de la gran nada, sólo tengo en las manos aquella camisa que,
siempre me envolvió en calidez, con un gran forado en la espalda y el
aspecto de flor que ya nunca más revivirá. Cierro los ojos y parece que el agua
arrastra cada vez más muertos, pues pesa demasiado sobre el corazón. Mamá –
digo – talvez debimos conformarnos con morder pan duro y no luchar por tener
pan blanco y fresco cada día. Talvez la igualdad no existe o no era para todos.
Quizás entonces él aún estaría acá y tú te habrías quedado más tiempo con
nosotros.

Ya casi no corre agua, sólo los muertos dando grandes trompicones avanzan
caudalosos… pesan demasiado. Toso con fuerza, vomito, lloro, grito.

Alguien me remece suavecito y me dice: ¡Negra, levántate! ¡Tienes que viajar!.
Abro los ojos y el agua se va tornando liviana y azul, me incorporo, mi madre
refulge tanto que duelen los ojos. "Duele tanto como aquellos dolores" dice mi
boca mecánicamente, pero mi mente ya no asocia esas palabras a recuerdos.
Me incorporo y sigo con los ojos cerrados a mi madre.

                                                            FIN