Confesión

de Jaime Cortés Reyes

                                                                    Nacido de la novela de Yukio Mishimama
                                                                             “Confesiones de una mascara”

                                                                         I

Mi madre murió cuando yo nací, dejando a mi padre y hermano de once años,
solos en medio del campamento en el desierto. Mi padre, añoso y terco, jamás
pudo recuperarse de la ausencia, se habituó a llorar por las noches y a meterse
en el primer boliche que encontraba abierto cuando bajaba recién pagado.

Así entonces, nos tuvimos que criar mi hermano y yo, en la casa de mi tía junto
a sus dos hijas y su marido; hombre, como todos los que habitaban taciturnamente
las casas después de los turnos, entierrados y silenciosos, invariablemente cansados,
ojos secos y una sonrisa vaga para sus hijas risueñas que se confundían
entre la tierra y el verde ralo de los tamarugos en la plaza. A los dieciséis años,
mi hermano se fue a trabajar a la calichera, yo recién había cumplido los ocho y
quedé como pieza suelta de un puzzle incomprensible. La inocencia de mi edad,
más las invisibles paredes que construyeron mi tía y primas, evitaron que reconociese
a ciencia cierta el irregular estado de mi existencia; estaba solo, aislado
en una pecera enorme donde la arena solía golpear inútilmente las paredes heladas
de una realidad que apenas existía. Mi único contacto con el medio del
campamento eran los domingos cuando mi tía nos llevaba a misa. Podía ver
niños y adultos desenvolviéndose como grandes peces entre la tierra, con gigantescos
hablares y opiniones que yo miraba escondido detrás de las faldas de mi
tía o alguna de mis primas.

Un domingo de ramos afuera de la iglesia, fue una de las pocas veces que vi a
mi padre, mi tía lo trajo a trastabillones. Sus ojos rojos y el tufo a cerveza cayeron
sobre mí, provocando el miedo natural y una repulsión excesiva que chocaba
con las palabras de mi tía que hablaba del querer, del perdón y la comprensión
que debía sentir por el viejo, lamentablemente nunca había entendido qué debía
querer, perdonar o comprender hasta esa tarde. El viejo en su traje arrugado se
arrodilló y me abrazó con fuerza, para luego comenzar a gimotear dejándome
petrificado en el intento de desasirme del ogro que, aún sin comprender, abrazaba
como aferrando lo más cerca posible una pesadilla, tan cerca que fuese imposible
verla, tan cerca que no existiera la realidad ridícula de mi padre roto como
una más de las flores de papel que colgaban amarillas en la tumba de mi madre.
Recurrí a esa ceguera por costumbre, el amado rincón de mi ignorancia había
intentado ser quebrado y no pude hacer otra cosa que cerrar los ojos hasta que
pudiese volver a mi limbo.

Ese es el último recuerdo que tengo de mi padre. Su nombre era Aldo, igual que
el mío. Pocas cosas puedo rememorar de mi infancia ahora que el tiempo se ha
acabado. Estoy consciente de que mucho de lo que soy, nació o descubrí en ese
pueblo ahora muerto. Si tuviera que invocar estas escenas, a modo de confesión,
empezaría con la imagen de mi tío llegando ebrio un domingo por la mañana,
entrando en la pieza donde dormía con mis primas; en el sueño oír sus pasos
crujiendo en la madera hasta la cama de las chicas que sollozaban tenuemente
hasta que llegaba el alba. Claramente recuerdo, también, la vez que entró en mi
cama y pude sentir su grueso brazo rodeando mi torso, percibir ese cuerpo amplio
y hediondo pegado al mío, vibrando, agitado, confundido en su estruendo de
cerro minado, mientras mi sollozo inicial se apagaba y me dejaba invadir por esa
sensación desconocida de incontenible paz.

En ese momento jamás pensé que significara más que eso, una incontenible
paz, supongo ahora, que puedo interpretarlo a la distancia, una suerte de identificación,
un autorreconocimiento, muy diferente a lo que producían la caricia o el
abrazo de mi tía o primas, más bien podía percibir mi existencia, diferenciarme,
sentirme al fin solo como un ente individual con su propia historia que saber.
Esta explicación, a tantos años distante, la menciono meramente como creo
recordarla entre sueños, no sé ahora si esto es una observación y adjetivación
errada para justificar lo que soy. Pero me permito ser sincero, con el inconveniente
trágico de la posibilidad de fallar, y pensar que mi recuerdo no miente al
decir que mis emociones eran así de simples en el momento y confusas a la
distancia, al sentir el cuerpo de ese hombre roncando sobre mi cabeza.

                                                      II

La primavera era un proceso apenas tangible en este pueblo, apenas el susurro
de los sonrojados pimientos frente a la iglesia, mientras una brisa menos hiriente
golpeaba las puertas y a los ojos de un niño, más invisible eran esos vuelcos, aún
más si ese mundo era severamente dogmado por las pestañas y faldas de las
mujeres de casa.

En si la vida de un campamento minero casi no posee cambios y estos son tan
ligeros y apenas perceptibles ante un ojo sincero. Hoy he vuelto a recorrer las
calles de este lugar vacío y las esquinas apenas han cambiado de color o de
nombre, si bien las fracturas son notorias, aun puedo percibir el recuerdo subir
por las manos, llenarme las narices, cerrar los ojos y que el viento me vuelva a
traer las imágenes trituradas. El tiempo es más lento aquí, o por lo menos lo era,
estaba ceñido a los turnos. Cuando los hombres de la mina subían o bajaban, los
estruendos del polvorazo, sus lentos pasos llenando las calles en determinadas
horas que luego se apagaban para dar paso a los caminos silenciosos, apenas
afectados por fantasmas invisibles, por una subespecie latente, hombres que se
movían ajenos rompiendo el telón de arena que vibraba constante. El afilador de
cuchillos, el chinchinero, bulliciosos doblando las esquinas, haciéndonos acudir
a las ventanas, ver sus pasos. Y luego, volver al silencio.

Me cuesta acercarme a esas imágenes, no porque sean difusas sino porque aún
me enfrentan a lo siniestro, me hacen ruborizar, la vorágine de sensaciones que
emanan me aturde y ultraja en ciertos rincones que sentía recuperados. Pero
continuare: Nunca noté la existencia del abrómico hasta los siete u ocho años.
Salía al patio, donde estaba el baño y cagaba, sin pensar en qué seria de la
mierda ahí depositada por mí y por todos los demás ciudadanos, hasta esa noche
en que sentí la voz y pasos de un hombre entrar en el patio, al inquirir a una de
mis primas supe que era el que limpiaba las letrinas. Desde entonces me intrigó
su existencia, un ser casi invisible, mantenido al margen más reservado posible,
casi un secreto compartido. Mis primas dijeron que eran viejos que, en baldes y
carretas, acarreaban mierda de un sitio a otro, para luego ir a botarlo en la pampa,
lejos entre los cerros. Visiones parciales claro, ni yo ni ellas sabíamos qué
hacían o no con su cargamento, en realidad poco me importaba, sólo algo trágico
y sufriente me atraía incontenible y morbosamente a su existencia, a su imagen
diluida en las sombras.

Recuerdo la polera blanca y ceñida a pesar del frío, un paño alrededor de la boca
y el torso delgado y oscuro moviéndose en el patio. Me impresionó darme cuenta
que no era un viejo el que estaba ahí, sino un hombre de la edad de mi hermano
entonces, unos diecisiete o dieciocho años, pelo negro y corto, brazos sucios
surcados por marcadas venas azules y el penetrante olor de la mierda para completar
la escena, totalmente confusa entre la bella silueta del abrómico y su pestilencia
rutilante, ofuscándome, haciéndome girar la cara, trastabillar y caer al
suelo, lo suficiente para que me viera y se quedara mirándome fijo, sacándose el
pañuelo que cubría su rostro para preguntar si me había hecho daño. Lentamente,
se acercó a mi cuerpo sentado en el suelo que lo miraba entre el miedo, el
frío, la fascinación, el asco, lo trágico, lo morboso de desear que se acercase un
poco más. Cuando se detuvo a mi lado y me tendió la mano no pude refrenar el
vómito que me hizo cerrar los ojos y pedir no abrirlos más.

                                                      III

Ya estoy viejo, el resto de las imágenes de mi pasar en ese campamento minero
contrastan absolutamente con el resto de mi vida. Puede que me confunda, que
exagere, pero no miento, es imposible que esté mintiendo. Tendría ya unos
catorce o quince años, seguía siendo introvertido y frágil, mi delgadez y tendencia
a enfermar acentuaron los cuidados de mi tía que, al perder a mis primas en
brazos de hombres que las arrastraron con ellos, volcaba sobre mí su necesidad
de entregar afecto, cuidado y control. Su esposo, cada vez más distante, no
implicaba una presencia real en la casa.

Me hice de libros, los vendedores ambulantes traían uno que otro y así empecé
a coleccionarlos, escondido de la mirada de mi tío que ya me empezaba a
percibir como una pequeña sanguijuela en sus bolsillos, ¡tenia razón!. El ejercicio
de mi imaginación no hizo sino retarme de frente con ciertas sensaciones
que, ya en ese entonces, yo sabía poco aceptadas. No me referiré a mis sueños
pero si a que la imagen del abrómico se había convertido en mi fetiche, sólo
escucharlo entrar me llenaba de una insana ansiedad por lo prohibido, supongo
esa era la razón, una ansiedad por lo vulgar y oscuro, por esas imágenes tortuosas
y asfixiantes que a veces veía en mis sueños. Estaba perdido y solo, no
tenía futuro más que ser la muñeca de porcelana de mi tía, no tenia salida, ni
entrada, ni siquiera una ventana que me dijera algo sobre el más allá. El abrómico
entonces, y no sé porque razón, se volvió mi vía de escape, mi pecado más
horrendo y oculto. Imaginar el hedor pegado a su piel, a su pelo, a los dedos
sucios, ¡todo impronunciable…todo pecado!; cerrar los ojos y una blanca humedad
en la oscura letrina cerrada.

Mi tío había entrado borracho a mi cuarto en la madrugada, me descubrió mirando
por la ventana con un libro en la cama y comenzó a gritar contra mí, mi padre,
mi hermano, mi inutilidad y mi madre. Llegó entonces la tía que comenzó a llorar
tratando de protegerme mientras el hombre me tiraba, tomó la caja con libros y
los lanzó contra las paredes, como siempre ante estas escenas, quedé petrificado,
me dejaba llevar por mi tía que lloraba y gemía hablándole al hombre sin
ningún resultado. Vino entonces un golpe y otro y luego otro, mi tía al suelo y
silencio, mientras el hombre salía murmurando cada vez más distante. Nunca
supe que fue de ella… porque seguí ahí, parado, frío, mirando su cuerpo y la
nada, temblando. Escuché la puerta del patio abrirse y recordé que hoy debía
venir él, tiritando aún me acerqué y lo vi moverse, era el mismo de hace años,
más alto y con la misma polera blanca pegada al cuerpo, creo haber visto que
sus ojos golpeaban los míos, otra vez me dejé llevar por lo incomprensible y
cuando terminó lo fui siguiendo a una distancia casi prudente, no sé si sabía, en
mi interior hay una certeza de que sí.

Lo seguí calles y calles, hasta llenar su carreta para luego girar camino del ce
menterio. Una a una, otras carretas fueron llenando las calles en una procesión
de hombres lentos y en silencio, los perros ladraban aquí y allá, bajaron aún
más, indiferentes a mi presencia, y se detuvieron ante una hondonada mal oliente
donde fueron botando cada uno su carga negra y sucia. Luego, se fueron
alejando como llegaron, desapareciendo como fantasmas ante el alba que se
aproximaba. Sólo uno quedó quieto, como esperando mi llegada, cuando vi el
lecho oscuro y reseco de los desechos de todo el campamento, en el fondo pude
distinguir, salpicado de la mierda que fulguraba en mis pulmones, el rostro añejo
y tosco de mi tío.

Estaba solo nuevamente y seguí caminando desierto abajo, para nunca más
volver.


                                                   FIN