Don Amador, el Aguador

de Galié Dieguez Amado

Don Amador era un hombre sencillo, macizo y de mediana estatura, lo que más
llamaba la atención, al menos de los niños del barrio, (calle Latorre, entre Bolívar
y Serrano) era su pelo blanco, corte ralo en los costados y con un pequeño mechón
cayendo en la frente. Motivo que tenían estos pilluelos, cuando se juntaban
a jugar a la pelota y lo veían aparecer, para reírse y comenzar a gritarle: “¡cabeza
e pichón!”, y los aullidos de estos “educados querubines” se hacían oír hasta los
rincones más opacos del vecindario.

No se podía negar que el aguador tenía paciencia, ya que por largos años abastecía
a los vecinos del vital elemento. Esta, era transportada en un carretón de
madera con unas tremendas ruedas que sostenían dos toneles repletos del necesario
y esperado elemento. Era tirado por una mula corpulenta (de otra manera
imposible, por el peso de éstos). A su vez, llevaba unos baldes, los cuales le
servían para extraer el líquido de los depósitos y entregarlo en la puerta de la
casa. Lo comercializaba a muy bajo precio. O sea, su esfuerzo de llenar estas
tinajas dos veces por día, más largas caminatas y acarreos, pocas veces era
bien compensado.

Don Amador el aguador, comenzaba el día llenando estos toneles de agua con
una manguera de boca ancha, similar a la de los señores del fuego, “Bomberos”
que, con toda seguridad, también ayudaban a abastecer de agua a los vecinos en
momentos complicados. Esta particular manguera se encontraba en uno de los
“bebederos para caballos” que tiraban las “victorias” de esa época. Estaba ubicado
en calle Latorre, eran una especie de piscina de cemento y estaban divididos
en tres compartimentos. Desde ese momento comenzaba su travesía para abastecer
a gran parte de la población.

Eran años difíciles, la ciudad comenzaba recién a poblarse. Por el poniente,
llegaba hasta la Estación. Por el oriente a Población Miramar. El centro era pequeño
comparado con la época actual. La gente era más sencilla, había que
acostumbrarse a todos los avatares existentes para llevar una vida más digna,
dentro de lo posible. Cuesta imaginarse existir con tan poca agua. Esto, significaba
sin alcantarillado y menos redes de agua potable en muchos sectores de la
ciudad.

Existían los famosos “Pozos Negros”. Eran unos cajones de madera que general
mente estaban en los fondos de los patios y reemplazaban a los actuales w.c.;
para mantenerlos higienizados se les aplicaba un líquido bastante fuerte y peligroso
para el ser humano, llamado “ácido muriático” que se mantenía en unos
botellones grandes cercano a los pozos, al alcance según la necesidad de desinfección.
Estaban protegidos con unos cajones para no exponerlos a los rayos del
sol. Y debían ser manipulados sólo por personas adultas.

Don Amador, era la atracción de los niños por su cabeza blanca –de pichón como
le llamaban- y su forma particular de vestir: pantalón militar grueso con franjas
rojas a los costados, metidos en los bototos de media caña y una cotona de saco
harinero que le llegaba bajo las rodillas. A veces, por no decir la mayoría de las
veces, andaba malhumorado a causa de los niños que no lo dejaban en paz. Ser
“aguador” era un trabajo extenuante y sacrificado. Empezaba muy temprano en
la mañana y terminaba cuando el sol se perdía en el horizonte. Además, tenía
que estar dispuesto a recibir cada broma pesada en el camino que diariamente
recorría, para ganar el sustento diario. Pero, como dice la sabiduría popular: “la
paciencia tiene un límite” y un mal día, no aguantó más y se enfrentó a los
malvados y alzados cabros chicos. Cuando nuevamente se dispusieron a gritarle:
“cabeza e pichón”, enseguida les contestó: “Si hueón, tu mare puta y vos
cabrón… hijo e comunista”… para qué decir la algarabía que se armó, ya que las
señoras dueñas de casa, mujeres todas, acostumbraban a esperar el agua afuera,
más aún en esa estación, verano. Hubo un silencio sepulcral, nadie se atrevía
a decir una sola y humilde palabra. Los pilluelos se escondieron en un segundo,
entonces las señoras pensaron que don Amador las estaba insultando a ellas por
puro gusto. No se explicaban cómo este hombre que por largo tiempo las venía
abasteciendo de este elemento tan necesario como el agua, había tenido una
postura tan poco decorosa frente a ellas. Ocupadas como estaban comentando
las últimas novedades y la vida ajena, no entendían que sus angelitos eran los
culpables de esta mala reacción y comenzaron a tomarle mala voluntad al hombre.

Un buen día una de sus clientas se atrevió a preguntarle:

-Don Amador disculpe, pero ¿qué le pasó el otro día que empezó a insultarnos?
-Si el día anterior hubo un silencio sepulcral, el de ahora llegaba hasta el mismo
infierno. Mirándola con cara de pocos amigos él le dice:
- Sabe señora, todos estos cabros me tienen hasta la coronilla, ya no los aguanto,
donde me ven me gritan “cabeza e pichón”… Si no fuera porque tengo la necesidad
de ganar unos centavos, mucho tiempo habría dejado de venir por estos
lados. Porque sepa uste que yo ando en lugares más humildes y me respetan…
- Discúlpelos don Amador, le juro que me voy a encargar de estos chiquillos,
pero ellos no lo hacen con maldad…

Un día estos cabritos, aburridos de no hacer nada, se reunieron como siempre,
pero no para jugar una pichanga, sino para ver cómo podían robarle agua a don
Amador, mientras él andaba repartiendo H2O a sus caseras. Cada uno llevó
una botella de litro para llenarla (eso pensaron ellos) pero el pulso no los acompañaba
y lo que más hacían era desperdiciar este importante líquido, dejando la
evidencia del delito en una feroz poza en el suelo. (Si por lo menos, alguno,
hubiese llevado un embudo). Don Amador al regresar vio con asombro que
había sido víctima de robo, esperó pacientemente si repetían la acción. Pasaron
los días, la sospecha se había convertido en realidad. –Estos querubines están
en algo “poco decoroso”. -exclamó con angustia.

Al día siguiente, llegó como todas las mañanas, estacionó su carreta, le dio de
beber a su mula y se encaminó a las casas de sus caseras, con un balde llenito
en cada mano, pero esta vez fue distinto, su honor repetía una y otra vez:
“venganza…”. Sigilosamente se dio media vuelta y los pilló con las manos en la
masa (como diría un panadero). Quedó la correría, los cabros buscaban donde
esconderse y no podían, ya que se fueron al lado contrario de puro susto y como
el pasaje no tenía salida, quedaron encajonados. Las vecinas a su vez se entretenían
comentando: “Mire que robarle el agua a un hombre tan esforzado y trabajador”;
“No hay derecho, chiquillos vagos, quitándole el pan de la boca a este
hombre, qué se han creído”; “Acaso creen que no tiene familia que alimentar”.
Todas las vecinas opinaban, dándole el favor enteramente a quien les solucionaba
el problema más grave que tenían por no contar con agua potable. Mientras,
las madres de los chiquillos involucrados, nerviosas y avergonzadas, guardaban
silencio sepulcral. Don Amador, aprovechando que los “inocentes querubines”
habían quedado atrapados y con la rabia acumulada que tenía, les tiró dos jarros
de agua, multiplicado por tres, mojando a los “molestosos cabritos”, sin importarle
que estaba perdiendo agua y plata a la vez.
- ¿No querían agua los lindos? ¡Ahí tienen, harta agua para que no se metan
más conmigo…!.

Y ahí quedaron, estilando, sin decir una sola palabra. Nunca pensaron que este
hombre humilde y aguantador de sus bromas pesadas (porque aparte también lo
molestaban por su forma de vestir) les tenía guardada tamaña sorpresa.

Al día siguiente, don Amador cambió su ruta a otro barrio y ya no pasó por el
lugar. Los cabros, después de la acostumbrada “pichanga”, se morían de sed y,
por lo mismo, recién comenzaron a valorar el oficio de este hombre humilde y
abnegado. Mas, cuando las madres los mandaron a ellos a buscar el vital elemento
y no les quedaba otra que recorrer a pie cargando pesadas botellas y
tiestos bajo el inclemente sol. “Que ganas de pedirle que vuelva el Aguador”.

Pasó el tiempo, aquellos niños traviesos se hicieron hombres y esta persona tan
especial y necesaria, no volvió a aparecer. Según cuenta la historia popular, su
mula se enfermó de tanto cargar peso; él cayó en una gran depresión. Estaba
más que claro que los años no habían pasado en vano. En la mente de aquellos
jóvenes, había quedado grabado el “chapuzón” que les llegó por no respetar a
sus mayores. Ahora con el transcurrir del tiempo, ellos llevan las mismas canas
de don Amador el aguador, pero no se ha escuchado a nadie (por el momento)
que les grite… “cabeza e pichón”.

                                                   FIN